CRISTINA 2011

CRISTINA 2011
Menos mal que Macri tiene a la "señora de enfrente" que arregla todos los kilombos y lucha por todos los argentinos

domingo, 28 de febrero de 2010

Los órdenes sociales nunca cierran


Entrevista con Eduardo Rinesi*, filósofo y politólogo por Javier Lorca



Con una reflexión que parte de la literatura, Rinesi plantea la necesidad de aceptar la conflictividad social para poder pensar y construir “una república popular y democrática”, enfrentando los discursos asociados al consenso y la armonía.


“En la tensión entre el conflicto y la necesidad de un orden radica la fuerza de la idea de república. Y nos perdemos esa fuerza cuando convertimos a la república apenas en un conjunto amable de buenas maneras”, dice el politólogo Eduardo Rinesi, volviendo sobre un tema recurrente en sus últimos escritos, la urgencia de aceptar el conflicto como algo inherente a toda organización comunitaria. En su nuevo libro Las máscaras de Jano. Notas sobre el drama de la historia (Gorla), asedian ése y otros problemas políticos contemporáneos y lo hace sobre una base inesperada y atractiva, que ya había ensayado en trabajos anteriores: la obra de William Shakespeare, en este caso, particularmente, El mercader de Venecia.



–¿Por qué propone pensar la política desde el drama, por qué la política como drama?

–La literatura constituye una herramienta muy poderosa para pensar los problemas de la vida social, quizá porque está menos obligada que las ciencias sociales o la filosofía a ser fiel a los hechos y, por eso mismo, es más libre frente a ellos. En particular, la tragedia y la comedia tienen una gran potencialidad para pensar la vida política de los hombres y los pueblos. La tragedia es muy útil por dos motivos. Primero, porque es una reflexión sobre la materia misma de la política, que es el conflicto. Es posible decir que hay política porque hay, entre los hombres y los grupos, conflicto, y que hay tragedia, también, porque hay conflicto. Por supuesto, el conflicto con el que lidia la tragedia es diferente del conflicto con el que lidia la política. Y la propia dignidad de la política radica en tratar de sostener esa diferencia: la diferencia entre los conflictos políticos, que pueden procesarse y tratar de resolverse, y el conflicto trágico, que es radical e irreductible. De modo que la tragedia permite pensar la política no porque la política sea necesariamente trágica, sino porque la tragedia nos muestra el límite de la política, su cifra oculta, su posibilidad última y siempre desplazada. En segundo lugar, la tragedia es muy útil para pensar la política porque supone una reflexión sobre lo precario y frágil de la existencia humana, sobre el hecho de que los hombres siempre estamos en manos de fuerzas –de dioses, digamos– que nos exceden. La tragedia sirve para pensar la política en la medida en que, en el mundo de la política, los hombres y los pueblos estamos siempre expuestos a esas fuerzas que no controlamos.



–¿Y cuál sería la relación de lo político con lo cómico?

–A diferencia de la tragedia, la comedia plantea situaciones en que los hombres consiguen derrotar a los dioses o burlarlos, siquiera provisoriamente. Mostrarles que no son tan omnipotentes y que los mortales, con su astucia, su virtud o su piedad, a veces pueden abrirse paso en medio de los azares y los imponderables de la vida. La política, la vida política de los pueblos, tiene un poco de esas dos cosas. Hay política porque siempre hay fuerzas que nos superan y dominan, pero también porque, a pesar de eso, los hombres, peleando, conversando, acordando o no, vamos abriéndonos camino en medio de “los dardos y flechazos de la insultante fortuna”, de las fuerzas que no podemos controlar. Vamos construyendo colectivamente, con más o menos sagacidad y suerte, órdenes que son siempre contingentes, nunca definitivas, pero que nos permiten ir viviendo la vida e ir imaginando otros destinos. La tragedia y la comedia, esos dos grandes inventos de los viejos griegos, se articulan después, se yuxtaponen durante el Renacimiento inglés, y especialmente en la obra, magnífica, de Shakespeare, y a esa mezcla solemos llamarla drama. El drama es sumamente útil para pensar la política porque la política, como la vida misma, mezcla siempre estos dos elementos, estos modos de plantearse la relación entre los hombres y las fuerzas del mundo: la subordinación o la impotencia y la decisión de, como dice Hamlet, tomar las armas contra las adversidades y tratar de derrotarlas. Shakespeare presenta siempre con gran sensibilidad lo difícil, lo complejo de estos combates, que no suelen tener una resolución nítida sino un final siempre abierto. Kierkegaard decía que no sabemos si la historia de la humanidad es trágica o cómica, porque no conocemos el final.



–En sus últimos escritos, también en este libro, hay una recurrente preocupación por resaltar el carácter conflictivo de toda sociedad. ¿Por qué esa insistencia?

–Porque tiende a volverse hegemónica en la discusión política, periodística e incluso académica una idea sobre lo que sería un buen orden político que querría creer que el conflicto no es inherente a las sociedades, que las sociedades podrían vivir sin conflictos, y que cuando el conflicto aparece, debemos atribuirlo al carácter más o menos pendenciero de tal o cual dirigente y no a algo que constituye la naturaleza misma de todo orden. Es necesario recuperar la idea de que los conflictos son inevitables e incluso, en ciertas circunstancias, buenos. De que los órdenes sociales nunca “cierran”. Disimular la conflictividad inherente a la vida social es ideología pura. No habría vida individual ni colectiva, ni historia universal, si no hubiera conflicto. Por eso trato de recuperar, con la ayuda de estos grandes instrumentos que son la tragedia y la comedia, la centralidad del conflicto para pensar cualquier orden político. Más todavía cuando se trata de pensar, como es el caso hoy en Argentina, la cuestión de la república. En efecto, la cuestión de la república aparece con gran insistencia, hoy, entre nosotros, pero lo hace en general de un modo muy pobre, asociado a la reivindicación de las reglas y los procedimientos, a la crítica de la corrupción y a la celebración de la división de poderes. Es más interesante recuperar del gran pensamiento republicano clásico la constatación de la tensión entre el hecho de que la cosa pública –eso quiere decir res publica– es una cosa común, una cosa de todos, y la verificación de que esa cosa de todos es una cosa conflictiva. En esa tensión entre el conflicto y la necesidad de un orden radica la fuerza de la idea de república. Y nos perdemos esa fuerza cuando convertimos la república apenas en un conjunto amable de buenas maneras.



–¿Aparece en otros discursos sociales esta idea bucólica de una sociedad sin conflictos?

–David Viñas suele insistir en la fuerza de lo que llamó la inversión de la dicotomía sarmientina de civilización y barbarie hacia el 1900. Mientras antes de eso el pensamiento de nuestros grupos dominantes tendía a ver a la ciudad como el alma civilizada de la nación, y al desierto o el campo como el cuerpo indómito que había que civilizar, cuando la ciudad se ve “invadida” por nuestros abuelitos, feos, sucios y malos, y se vuelve “peligrosa”, la élite empieza a verla como el cuerpo enfermo de la patria, y a recuperar idílicamente al campo como su alma espiritual. Sin conflictos. Análogamente, cuando uno lee la ideología que aparece en los suplementos “Countries” de los grandes diarios, o en las entrevistas realizadas en la muy interesante investigación de Maristella Svampa sobre la fuga de los sectores acomodados hacia los countries en los ’90, se encuentra de nuevo con esa vieja ideología del no-conflicto, ahora vestida con los ropajes new age de la “vida verde”. Pero se trata siempre de lo mismo: el conjuro de la ciudad y de sus vicios. Que es también el modo en que lo que se llamó “el campo” logró tematizar, con mucho éxito, el conflicto que sostuvo con el gobierno nacional en 2008, presentado hábilmente como una lucha de almas puras y virtuosas contra un invasión fiscalista externa. Para pensar esto me resultó iluminadora la contraposición que establece Shakespeare, en El mercader de Venecia, entre la ciudad de Venecia, la ciudad capitalista, “real”, de los comerciantes y los usureros, y la de Belmont, una ciudad que no existe, paraíso imaginario del amor idílico, puro y como fuera de la historia. Esto nos devuelve a la cuestión republicana: aquí uno puede pensar en una tradición republicana oligárquica, que es la de la era de oro de los dueños de la tierra, y en otra tradición republicana, asociada a la lucha de los sectores populares urbanos modernos, que nos da una idea de república muy distinta. Si en una tradición la república es armonía, amanecer campestre y ausencia de conflicto, en la otra, la república está asociada a la lucha permanente entre clases sociales.



–¿Qué relación hay entre esa idea de república agonal y el populismo?

–Con la palabra “populismo” pasa algo parecido a lo que pasa con la palabra “república”. Ambas contienen cierta tensión. Si república contiene la tensión entre la cosa pública, que es de todos, y el conflicto, que es inherente a esa unidad, la tradición populista expresa la ambivalencia contenida en la propia idea de “pueblo”, que –como viene insistiendo sistemáticamente Ernesto Laclau– es al mismo tiempo la parte y el todo, puesto que “pueblo” es el conjunto de los pobres que se oponen a los ricos –y ahí tenemos la dimensión del conflicto del populismo– y el conjunto de todos los ciudadanos. En esa tensión radica el hecho de que el populismo sea siempre un blanco fácil para pensamientos políticos muy distintos, incluso en muchos sentidos opuestos, y que ligue, por así decir, tanto por izquierda como por derecha. El populismo liga por izquierda porque es demasiado consensualista –lo es–, y por derecha porque es demasiado conflictivista –también lo es–. Esas tensiones que expresan las ideas de república y de populismo son análogas porque, en el fondo, son la misma. De ahí que sería interesante dejar de insistir en la contraposición entre republicanismo y populismo, que está asociada a una lectura muy parcial y sesgada de ambas tradiciones –a una lectura de la tradición republicana que enfatiza su carácter consensualista y procedimental, y a una lectura de la tradición populista que enfatiza su carácter democrático arrebatado y poco cuidadoso de las formas–. En cambio, habría que tratar de pensar sus múltiples formas de articulación. En los modos de construir, en otras palabras, una república popular y democrática.

*Rinesi es profesor de la UBA y dirige el Instituto de Desarrollo Humano de la UNGS.

viernes, 19 de febrero de 2010

Las tesis del odio

Por María Pía López *

Pocas frases han expresado tanto odio como aquel “¡viva el cáncer!” que manos anónimas pintaron en un muro, cuando una mujer joven agonizaba en Recoleta. Pocas acciones han sido tan cruentas como el bombardeo a la Plaza de Mayo por aviones de las fuerzas armadas golpistas. El objeto de ese odio, verbal y armado, fue el peronismo. Que ha mutado mucho, sin dudas. Que ha sido el partido plebeyo y también el gestor de la reconversión neoliberal, que ha sido el partido del pacto militar pero también en su última curvatura el de los derechos humanos. Pero no ha mutado su condición de superficie receptora de odios profundos, explícitos, impúdicos, racistas. El graffiti que en los ’50 festejaba la muerte de esa mujer por una enfermedad corrosiva se multiplicó en los blogs de los diarios como anhelo ante la operación de urgencia de Néstor Kirchner.

Hay quienes dicen que en esta estación del peronismo, como en las primeras, despierta odios por sus virtudes. Sin dudas es así en amplias porciones de los sectores dominantes, en los núcleos ideologizados de las Fuerzas Armadas, en las corporaciones mediáticas. ¿O no son los medios las usinas insaciables de la ferocidad? ¿No es allí, aun más que en las conspiraciones de la Unión Industrial, donde se agitan los equipos de la destitución, munidos de carpetas y de astucia para titular? ¿Se distancian los comentarios agresivos de los lectores del título con que un diario, en su edición digital, anuncia el intento de extremaunción al ex presidente? En los subterráneos del odio, las almas se enlazan y las escrituras se reconocen.

Pero es más difícil explicar el desdén de los sectores medios o las iras populares. O más aún: las tirrias de los grupos progresistas. Dificilísimo explicar eso si pensamos en la secuencia de medidas de gobierno tomadas desde el 2003 para aquí. No es necesario nombrarlas una vez más, apenas recordar que son medidas reparatorias y de justicia y que benefician a amplias capas de la población. Incluso los que señalan lo que falta –como, por ejemplo, una política de recursos naturales– no deberían privarse de ver lo efectivamente desplegado. Y sin embargo lo hacen. Hay un odio abonado por izquierda, que se sustenta en el desmerecimiento de todas las medidas de gobierno en nombre de la hipótesis de la impostura.

En esa narrativa, el grupo gobernante tendría intereses oscuros, que para ser realizados requerirían una mascarada ideológica. Entonces, se encarcelarían militares o se articularían políticas con los organismos de derechos humanos para ocultar lo que verdaderamente interesa a los impostores: la entrega del petróleo. La tesis es débil y sin embargo funciona e impregna muchas de las reacciones airadas y los despechos que tratan la gestión gubernamental. De ese modo, al Gobierno que en más sentidos ha producido rupturas con los años ’90, se lo puede nombrar como un nuevo menemismo. Incluso por personas beneficiadas social y económicamente por esas políticas de ruptura.

Si la imagen de la impostura funciona, si es el comodín que se esgrime ante cada situación, es porque registra desde la mala fe algo que constituye a este momento político: la coexistencia de dimensiones heterogéneas y conflictivas. La apuesta transformadora en las políticas y la constitución de elencos funcionariales que hicieron sus pininos en el neoliberalismo. Las políticas reparatorias de la pobreza y la desconsideración de la inflación mediante el cambio de las mediciones del Indec. La inteligencia para comprender la conflictividad social y el economicismo con el cual se piensa la recomposición de las organizaciones populares. Una valoración discursiva de las insurgencias pasadas y un realismo empresarial para organizar las inversiones presentes. Se juegan valores diferentes y sensibilidades contradictorias. La tesis de la impostura juzga esa heterogeneidad con la idea de simulación o con la chatura de la máscara, cuando más bien corresponden a efectivas contradicciones.

La conjunción entre el odio y esa hipótesis del enmascaramiento corroe todo consenso sobre los actos de gobierno. Ante las medidas más profundas gritan que se trata de la caja. Y en el imaginario social se activa el juego de las asociaciones que terminan en la idea de que “caja” es el nombre del financiamiento indecible de la política o el acopio millonario de los políticos. No se desarma esa fuerza invirtiendo la negación y viendo la verdad en una sola de las series. Porque no es cuestión de montajes. Sino de extraer las consecuencias políticas que tiene una conjunción de elementos contradictorios. Allí, la verdad de nuestra época. También su futuro.

La tesis de la impostura enfatiza la herencia de los ‘90. Se hace cargo del cinismo frente a la política y de la desconfianza en la vida pública. El razonamiento despolitizador que ha primado, no sin bases ciertas, en las últimas décadas es que todo es mercado, por lo tanto aquel que no hable explicitando su condición de agente de intercambios sólo enmascara su condición o quiere hacer pingües negocios mediante el ocultamiento. En estos últimos años ha habido fuertes intentos de recomponer otra idea de la política, pero esos intentos no han perforado los núcleos poderosos de la desazón social. Que, al contrario, han sido y son alimentados no sólo por una poderosa maquinaria cultural y mediática, sino también por la persistencia de negocios privadas por parte de hombres de Gobierno.

Quizá por no terminar de percibir que, como nunca antes, el futuro político del país no depende sólo de la expansión de la economía, sino de la conformación de un entramado cultural, de la disputa por los consensos y la expansión de una serie de valores que se encarnen en las mayorías. En la interpretación de los hechos, en la conformación de una narración que los contenga, los explique, los trate con las palabras adecuadas –y no con aquellas que, por provenir de otras experiencias, les quedan como disfraces– se juega el destino de esos hechos.

* Socióloga, ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

domingo, 7 de febrero de 2010

Fuerza Pingüino!!!!

Fuerza Nestor que te queremos otra vez en la rosada!!!